
Finalmente Gauderio logró vencer el síndrome de abstinencia. El dulce de membrillo y el salame de Colonia Caroya fueron vitales en su tratamiento. Repuesto de su adicción a las hierbas, ahora debía luchar contra la obesidad y el colesterol.
Intentando rehacer su vida hizo un recuento de todo lo que había perdido por el flagelo del tilo y la peperina. El balance arrojó resultados tan magros que estuvo a punto de darse un saque de valeriana y clavo de olor.
Pero su fuerza interior, su criolla rebeldía y su ancestral resistencia, le alejaron los malos pensamientos y se clavó una gruesa rodaja de picado grueso que empujó con medio vaso de tinto. - ¡Seré un artista callejero! –gritó a los cuatro vientos, sin que estos le prestaran la menor atención, ocupados como estaban en generar un fenomenal revuelo de hojas secas.
Después de una semana de entrenamiento a puertas cerradas se dirigió resuelto a ganarse el sustento en la calle. Elegir cuál de ellas fue sencillo, el pueblo tiene una sola.
Su primer acto, un número de malabarismo con alpargatas, no pudo ser justamente valorado ante la ausencia total de paseantes al momento de la ejecución. Minutos mas tarde y por la misma razón debió cancelar el de hipnosis con berenjenas.
Los ojos se le iluminaron cuando vio acercarse un vehículo a lo lejos. Debía poner toda la carne en el asador y apeló a su celebrada caminata por las brasas. Como la arteria carecía de semáforo y la camioneta del Braulio de frenos el resultado no fue el esperado. Las contusiones no fueron tan graves como las quemaduras de los pies que parecían morcillas, mostrando lo inseguro de las técnicas orientales.
-Un pueblo que no valora a sus artistas no merece ser habitado – dijo indignado mientras abandonaba el dispensario donde recibió las primeras atenciones.
Dispuesto a marcharse, juntó sus miserias en un pequeño atadito, echó una última mirada a las paredes desprovistas de recuerdos y enfiló hacia ningún lado silbando una canción triste que creía haberle escuchado a don Antonio Tormo.
Por un rato imaginó que el Tatono iba a su lado con ese tranquito rápido que tienen los perros de patas cortas.
- Adonde va- le preguntó un camionero, aburrido de hacer leguas y leguas sin nadie con quien charlar.
- Adonde usted vaya – le agradeció Gauderio acomodando su equipaje entre las piernas.
Pasada la medianoche el hombre detuvo el camión en un cruce de rutas frente a un local iluminado con lamparitas rojas.
- Venga – le dijo- vamos a descansar un rato. Yo invito la cerveza, lo otro es cuestión suya.
Acodado en la barra, bebiendo a traguitos cortos, se dispuso a esperar al camionero que había desaparecido detrás de un cortinado.
Entonado por el alcohol y como un acto reflejo de tiempos idos, el Gauderio enfocó a una morocha austera de ropas y ensayó un cabezazo que a juzgar por los resultados se mantenía genéticamente intacto, aunque sin la intensidad de otrora.
Las botellas tintinearon en las estanterías y a una flaca de labios como riñones y nariz respingada, se le quebraron los tacos aguja.
- ¡Hola guapo! –saludó la mujer tomándose de Gauderio para no caerse. – Vaya tío, que tu eres el mismo Mendizábal.
El Paco le contó que ahora era Paquita, gracias a un afamado cirujano santiagueño que operaba por canje. En el local – contó el asturiano- era la más codiciada.
- Te dejo guapo, tengo que hacerle un bucal a un tío que tiene toda la pasta. Te bebes otra que yo invito.
De vuelta, el camionero tomaba su segunda cerveza charlando con un amigo que reía a carcajadas. Le contaba que en el pueblo, allí muy cerca, andaba un loco que asustaba a la gente paseando a un finado en un cajón con rueditas, seguido por dos perros de luto.
Intentando rehacer su vida hizo un recuento de todo lo que había perdido por el flagelo del tilo y la peperina. El balance arrojó resultados tan magros que estuvo a punto de darse un saque de valeriana y clavo de olor.
Pero su fuerza interior, su criolla rebeldía y su ancestral resistencia, le alejaron los malos pensamientos y se clavó una gruesa rodaja de picado grueso que empujó con medio vaso de tinto. - ¡Seré un artista callejero! –gritó a los cuatro vientos, sin que estos le prestaran la menor atención, ocupados como estaban en generar un fenomenal revuelo de hojas secas.
Después de una semana de entrenamiento a puertas cerradas se dirigió resuelto a ganarse el sustento en la calle. Elegir cuál de ellas fue sencillo, el pueblo tiene una sola.
Su primer acto, un número de malabarismo con alpargatas, no pudo ser justamente valorado ante la ausencia total de paseantes al momento de la ejecución. Minutos mas tarde y por la misma razón debió cancelar el de hipnosis con berenjenas.
Los ojos se le iluminaron cuando vio acercarse un vehículo a lo lejos. Debía poner toda la carne en el asador y apeló a su celebrada caminata por las brasas. Como la arteria carecía de semáforo y la camioneta del Braulio de frenos el resultado no fue el esperado. Las contusiones no fueron tan graves como las quemaduras de los pies que parecían morcillas, mostrando lo inseguro de las técnicas orientales.
-Un pueblo que no valora a sus artistas no merece ser habitado – dijo indignado mientras abandonaba el dispensario donde recibió las primeras atenciones.
Dispuesto a marcharse, juntó sus miserias en un pequeño atadito, echó una última mirada a las paredes desprovistas de recuerdos y enfiló hacia ningún lado silbando una canción triste que creía haberle escuchado a don Antonio Tormo.
Por un rato imaginó que el Tatono iba a su lado con ese tranquito rápido que tienen los perros de patas cortas.
- Adonde va- le preguntó un camionero, aburrido de hacer leguas y leguas sin nadie con quien charlar.
- Adonde usted vaya – le agradeció Gauderio acomodando su equipaje entre las piernas.
Pasada la medianoche el hombre detuvo el camión en un cruce de rutas frente a un local iluminado con lamparitas rojas.
- Venga – le dijo- vamos a descansar un rato. Yo invito la cerveza, lo otro es cuestión suya.
Acodado en la barra, bebiendo a traguitos cortos, se dispuso a esperar al camionero que había desaparecido detrás de un cortinado.
Entonado por el alcohol y como un acto reflejo de tiempos idos, el Gauderio enfocó a una morocha austera de ropas y ensayó un cabezazo que a juzgar por los resultados se mantenía genéticamente intacto, aunque sin la intensidad de otrora.
Las botellas tintinearon en las estanterías y a una flaca de labios como riñones y nariz respingada, se le quebraron los tacos aguja.
- ¡Hola guapo! –saludó la mujer tomándose de Gauderio para no caerse. – Vaya tío, que tu eres el mismo Mendizábal.
El Paco le contó que ahora era Paquita, gracias a un afamado cirujano santiagueño que operaba por canje. En el local – contó el asturiano- era la más codiciada.
- Te dejo guapo, tengo que hacerle un bucal a un tío que tiene toda la pasta. Te bebes otra que yo invito.
De vuelta, el camionero tomaba su segunda cerveza charlando con un amigo que reía a carcajadas. Le contaba que en el pueblo, allí muy cerca, andaba un loco que asustaba a la gente paseando a un finado en un cajón con rueditas, seguido por dos perros de luto.
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