martes, 7 de julio de 2009

Insert estelar


Si uno transita por la ruta 226, desde Pehuajó hacia Bolivar, podrá observar a mano derecha, doscientos metros después de unos corrales encalados, un angosto camino asfaltado que conduce a ninguna parte. Un campo yermo, polvoriento de salitre, anuncia el final del recorrido.
Algunos pocos cuentan, y muchos menos lo creen, que allí floreció un pueblo que supo ser pujante en la década del setenta. No hay rastros que avalen la historia. No hay calles, no hay ruinas, no hay nada. Solo salitre.
Dicen que el único forastero que anduvo por allí fue un viajante de comercio del que nadie conoce paradero actual o pasado. Gentes que nunca lo vieron aseguran que el hombre era rengo. El dato es dudoso, el sucedido lo es más:
Gobernaba el lugar una farmacéutica cincuentona elegida en comicios limpios. Un tal Aurelio Moslares, aficionado al esoterismo, ocupaba la secretaría de gobierno, y era su mano derecha. Decían que además era su amante y gobernante de hecho.
Afirmaba que el pueblo había sido señalado por los extraterrestres para su desembarco en la tierra desde donde gobernarían el universo para felicidad de los planetas conocidos y por conocer. Una serie de señales que él sabría advertir anunciarían el momento justo. La intendenta y el pueblo lo sabrían de inmediato.
Moslares, a la espera del suceso hizo imprimir en la imprenta local un diccionario Español-Marciano, de su autoría y de distribución gratuita. Contenía saludos protocolares, gestos de cortesía y formas básicas de entendimiento.
La farmacéutica, siguiendo sus consejos, confiscó heladeras, lavarropas y todo artefacto doméstico que consumiera electricidad, para no privar a los platos voladores de su combustible. Se desconectó el alumbrado público y los pobladores fueron conminados a entregar lámparas y veladores que desaparecieron bajo las ruedas de la motoniveladora.
Lo único que quedó en funciona miento fue un aparato de radio con el que el secretario de gobierno sintonizaba por las noches señales de onda corta encerrado en su despacho.
La población, lejos de molestarse, abandonó sus ocupaciones habituales, contagiada del entusiasmo de sus autoridades, a la espera de la felicidad eterna que vendría de lejanas galaxias.
La noche de la tormenta, el viajante recién llegado, acomodaba sus trastos en su cuarto, sorprendido por lo extraño del lugar que visitaba por primera vez. No había otros pasajeros en la pensión y atribuyó la luz de las velas a un desperfecto provocado por la inusual tormenta eléctrica. Por momentos la plaza se iluminaba y el estruendo hacía temblar la paredes.
Fue cuando vio la figura de un hombre que corría por las calles vociferando en una lengua incomprensible. Vestía una túnica blanca y alzaba sus manos al cielo. La mujer que lo seguía también gritaba pero tampoco lograba entender sus palabras. Los truenos eran ensordecedores.

La historia del pueblo ausente me parece falsa. En cada boliche de la provincia se pueden escuchar historias parecidas. Pero el camino asfaltado esta allí y no conduce a ninguna parte.
Simplemente creo que fue obra de algún ladrón con rango de Ministro.
No quiero pensar que el lenguaje marciano de Aurelio Moslares fue mal interpretado por los galácticos visitantes.

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