
Cuando el Tatono llegó al cielo lo sorprendió el cartel de la puerta: NO SE ACEPTAN MASCOTAS.
Como era animal creyente, de comunión casi diaria e iniciado en teología canina se animó a pedir explicaciones. Un tal San Bernardo, desaliñado y de voz aguardentosa lo atendió de mala gana. Le dijo que era cierto, que existía un lugar junto a Dios para los perros buenos. Pero que bueno según la modificación introducida en el concilio de Perramus debía ser interpretada como de pedigree. Que todo lo que podía hacer por él era devolverle la vida terrenal a la espera de que soplaran mejores vientos para los mestizos.
Los angelitos que lo devolvieron a la tierra no tuvieron la gentileza de llevarlo hasta sus pagos, y argumentando que andaban apurados y cortos de combustible lo arrojaron quien sabe donde.
Renegado de su fe, caminó sin rumbo fijo, hasta que triste y debilitado cayó en un pozo que adivinó depresivo. Pero era ciego, según su fino olfato. Hasta las pulgas se le quejaron por su torpeza.
-¡Que perro de mierda! –protestó una, con esa vocecita tan particular que tienen los parásitos.
Cuando logró salir, un cartel verde con letras blancas le reveló que estaba en el potrero de un tal Funes.
-Buen nombre para un patrón – se dijo mas reanimado y salió a su encuentro sin saber que el hombre ya era finado.
-Acá en San Luís hay que hablar con los Hermanos – le dijo un chucho de patas largas. – Si les movés la cola te pueden tirar un hueso. El Cachuzo hizo carrera. Entró como perro policía y llegó a sabueso. Ahora se hace llamar Sultán.
Dejó el lugar con el hocico pegado al suelo, maldiciendo su destino.
-Soy un perro que no tiene dueño, soy un árbol que nunca dio frutos –murmuró Tatono recordando a Celedonio.
Sobre un poste de alumbrado unos pobres diablos pegaban con engrudo una foto de los fulanos. Cuando se fueron, cantando una canción pegadiza, levantó una pata reivindicatoria, aunque debido a su baja estatura la meada no les mojó ni la corbata.
En un boliche de las afueras unos paisanos jugaban al truco y un profundo olor a mortadela le recordó que no comía desde el domingo.
En el lugar no había perros. Sobre el mostrador un gato negro rechoncho jugueteaba con media morcilla vasca. Otro, barcino y lustroso merodeaba la mesa de la baraja atrapando con pericia rodajitas de salame que le arrojaba un petiso bigotudo.
Evaluó la situación y midió los riesgos; estudió las vías de escape y concluyó que sin un buen plan los embutidos le costarían el cuero. Entrar de asalto era suicida. Había que hacerlo de otro modo.
Decidido, atravesó la puerta y acercándose a los parroquianos intentó un maullido poco convincente.
-¡Juira, perro e mierda! –bramó un paisano y de una patada lo estrelló contra un montón de damajuanas vacías.
Se levantó como pudo y haciéndose el zorro se dirigió al paisanaje con indiferencia.
-De noche el fiambre me cae pesado.