viernes, 9 de octubre de 2009

pesar, pasar y posar


Terranova el sepulturero los convenció de que lo acompañaran a cumplir un sueño largamente postergado: conocer el cementerio de La Recoleta. Gauderio y el gitano accedieron de mala gana. Les habló del arte funerario como expresión excelsa de la creatividad, de sus estudios de tanatología por correspondencia, lamentablemente inconclusos, y de su profunda admiración por el licenciado Alfredo Péculo, fundador de Cochería Paraná, sin lograr despertar la menor atención de sus acompañantes.
A poco de llegar Gauderio, repartía pésames a diestra y siniestra, quitándose la gorra vasca en señal de respeto. Treinta y dos cadetes que visitaban la tumba del general Ramón Falcón recibieron uno a uno los pesares y felicitaciones por respetar la voluntad del finadito padre, que en eterna paz descanse, vistiendo su uniforme.
Un grupo de estudiantes de arquitectura tomaban apuntes frente a la bóveda de la familia Cambaceres, garabateando en sus cuadernos la escultura de la joven Rufina tomando el pomo de la puerta.
-Art Noveau – comentó la morocha de pantalones ajustados, al verlo interesado.
- Enfermedad de mierda – contestó Gauderio visiblemente acongojado mientras estrechaba la mano de los universitarios repitiendo la fórmula “le acompaño el sentimiento”.
A la distancia, Terranova arrastraba de un brazo al gitano Peret que con un destornillador pretendía hacerse de unas pesadas placas de bronce que adornaban la sepultura de Luís Federico Leloir.
Cuando la Polaca ingresó al templo, los fieles entonaban Tengo una Vaca Lechera en virtud de que un recurso de amparo presentado por las más altas jerarquías eclesiásticas había prohibido el uso del cancionero religioso con el argumento de que Tatono no estaba bautizado. Los niños hacían rondas en el altar y las madres tomaban fotos con sus teléfonos celulares. Chepe se negó a unirse al grupo de párvulos con argumentos tan sólidos que sólo pudieron ser refutados por su madre con una sonora bofetada.
Mientras tanto los milagros se sucedían caóticamente. La viuda de un tal Lázaro protestaba amargamente por la resurrección de su esposo que era un tacaño y un grupo de pequeños rompían en llanto al ver sus caramelos convertidos en duros panes y repugnantes peces.
Un rabino y un sacerdote discutían acaloradamente reclamando para sí la potestad de la percepción del diezmo, esgrimiendo contradictorios derechos adquiridos. En un rincón de la sala, dos demonios recientemente expulsados del cuerpo de un poseso fumaban sin saber que hacer.
El exorcizado, en pleno uso de sus facultades mentales, se aburría soberanamente añorando los momentos en que escandalizaba a Barrio Norte paseándose desnudo con medio melón en la cabeza.

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