lunes, 14 de junio de 2010

tumba tucada


Aquel original entierro fue el comienzo de una sana competencia. Los funerales sucesivos eran un derroche de originalidad y colorido. Cada deceso era esperado en el pueblo con la ansiedad propia de un niño el día de Reyes. La música festiva y las letras, ocasionalmente picarescas, desplazaron a la siempre depresiva liturgia religiosa. Fue el fin del luto y el gesto grave de condolencia.
La música tribunera, los cantitos clementinos, reemplazaron al sollozo:
“Somos la patota del cantor
que hoy cagó fuego
largue todo y venga volando
lo estamo enterrando
al pobre tenor.
El entierro del general retirado don Eusebio Pérez Pando fue un lujo como el que solo se puede dar la gente rica y culta. Encabezaba el cortejo la Fanfarria Alto Perú interpretando La Marcha de San Lorenzo. Don Eusebio, ya finado, pero fantásticamente acondicionado por los mejores especialistas convocados para tal fin, montaba un zaino colorado con su ropa de gala. Con la izquierda llevaba firmemente las riendas y con la derecha hacía la venia a las autoridades militares, civiles y religiosas que observan desde el palco construido especialmente.
Llegado a su última morada, fue bajado elegantemente del caballo para que las eminencias autoras de tamaño prodigio lo colocaran en posición de firme dentro del cajón. Acto seguido se tocó a retreta y se sirvió un licor.
Se dice que el ingeniero Próspero Literini hombre metódico y riguroso, como buen profesor de matemáticas que era, tenía todo preparado para cuando le llegara el momento. No confiaba ni en su mujer ni en los dos tarambanas de hijos que tenía. Temía que si su muerte los tomaba por sorpresa, su esposa y los atolondrados harían de su respetable memoria un papelón. Por lo tanto, dos veces a la semana disponía ensayo general de música y vestuario, cuya composición y diseño se atribuía el propio Literini. La pobre señora no podía entonar sin quebrarse, el pequeño paso de comedia musical, no carente de fino humor, cuyo estribillo decía “me he quedado sin dinero, me he quedado sin dinero, ha crepado el ingeniero, ha crepado el ingeniero, ea ea ea ea ea ea ea e, ha crepado el ingeniero, que asunto tan fulero, ea ea ea ea ea ea ea e”.
Semana tras semana rompía en llanto al llegar a ese punto.
Terranova desde su puesto asentía con satisfacción cada vez que un entierro era de su agrado. No valoraba tanto el lujo como la inventiva y el amor sincero de cada puesta en escena. Los deudos al retirarse buscaban su aprobación y el los reconfortaba con una mirada cómplice.
El asunto ya era conocido en la zona y muchos viajaban desde lejos para comprobarlo con sus propios ojos.
El Gordo Zuleta quiso dar la nota y como nuevo rico que era, según dicen se fue al carajo. La muerta era su suegra y contrató para el funeral a una comparsa de Gualeguaychú que arrancó meta pito y matraca desde la casa velatoria hasta el cementerio. En la carroza central, el gordo, que ahora se hacía llamar licenciado iba vestido como San Jorge, blandiendo su espada contra un enorme dragón de cartón piedra que lanzaba llamaradas por la boca. Nadie supo si era simplemente un disparate o una alegoría a la relación que tenía en vida con la difunta doña Hortensia.
Cuando se acercó a dar el último adiós a la difunta, bailando entre un cortejo de entrerrianas de hermosos pechos al aire, algunas personas mayores optaron por retirarse encabezadas por el cura que no llegó a dar el responso.
En el portón de acceso, Terranova el sepulturero, avergonzado, fingió arreglar unos rosales al ver venir al sacerdote.
- Ramón – escuchó que le decía- no te hagas el pelotudo. Tres Padre Nuestro y dos Ave María y no he visto nada, de acuerdo.

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